¿Qué aplaudimos?

Hace 7 horas 2

Ídolos hay muchos. Valores, no tantos. Porque idolatrar es fácil. Basta con mirar. Pensar ya exige algo más.

Vivimos en una época que confunde visibilidad con mérito y alcance con relevancia. Y los Premios Ídolo, como cualquier gala que se precie, no hacen más que poner un foco (potente, brillante, amplificado) sobre una pregunta incómoda: adónde estamos mirando y por qué.

La idolatría no es nueva. Cambian los nombres, no el mecanismo. Antes fueron dioses, luego estrellas de cine, después músicos y deportistas. Hoy son influencers. El problema no es que existan. El problema es qué les pedimos a cambio del pedestal.

Por eso conviene distinguir entre influencia y trascendencia. Porque no es lo mismo mostrar una vida que construir algo con ella. Y ahí es donde algunos perfiles sí cruzan una frontera interesante.

El caso de Violeta Mangriñán es uno de ellos. No por el té matcha (que no he probado y tampoco pasa nada), ni por la estética aspiracional que forma parte del oficio, sino porque ha convertido la visibilidad en empresa, la audiencia en estructura y la popularidad en empleo y riqueza generada en su propio país. Pasar de trabajar en un Zara a levantar negocios, crear marca, tener propiedad y sostener equipos no es postureo. Es una narrativa contemporánea de ambición bien dirigida. Influencia con consecuencias reales. Poder. Y el poder, cuando se ejerce con cabeza, merece algo más que un aplauso automático.

Una cosa es contar qué te pones, qué comes o adónde viajas (legítimo, ligero, entretenido). Y otra muy distinta es construir algo que resista cuando el algoritmo se cansa de ti. Esa diferencia, aunque no luzca tanto en alfombra roja, separa el ruido de la huella.

Como era de esperar, los premios también trajeron polémica. El reconocimiento a Lola Lolita abrió el debate sobre qué se premia exactamente y por qué. Y quizá ahí esté la clave. No tanto en la persona premiada como en el mensaje que se lanza. ¿Premiamos la trayectoria, la popularidad, la viralidad puntual o el símbolo que representa? Las polémicas, más que molestar, suelen ser útiles. Funcionan como un espejo algo incómodo que nos devuelve la pregunta esencial.

Y en el origen de todo esto está Dulceida. No solo como rostro visible de los premios, sino como estratega. Porque más allá del personaje público, ha construido una agencia de representación, ha profesionalizado la influencia y ha creado un ecosistema donde otros creadores pueden crecer. Ha entendido algo fundamental. Que el verdadero poder no está solo en ser influyente, sino en estructurar la influencia de otros. Eso también es liderazgo. Y del serio.

Como en toda gala, hay categorías discutibles y premios que uno observa con ceja levantada. Nada nuevo. No son mis premios. Aunque hablo desde la experiencia de quien lleva años organizando premios de arquitectura y de mujeres con FEARLESS y sabe que premiar nunca es un gesto inocente. Es una declaración de valores, aunque se disfrace de fiesta.

La pregunta de fondo no es quién gana, sino qué estamos celebrando. ¿La estética o la estructura?, ¿el like inmediato o la construcción paciente?, ¿la fama o el criterio?

Quizá el gesto verdaderamente disruptivo hoy no sea crear nuevos ídolos, sino revisar adónde los colocamos. Y exigirles algo más. Y exigirnos a nosotros, como sociedad y como espectadores, un mínimo de pensamiento crítico antes de aplaudir.

Porque al final no idolatramos personas. Idolatramos modelos. Y conviene preguntarse si esos modelos son, de verdad, los que queremos seguir reproduciendo.

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