La carga simbólica de la cesta de Navidad

Hace 13 horas 1

Antes todo esto eran campos, y la cena de empresa la pagaba la empresa. Ahora, lo más habitual es que cada asalariado haga el bizum de rigor para comprar la entrada a un festival en el que se come lo que la empresa ha decidido, donde a ella le parece, el día y la hora que a ella le conviene. Para que socialice y se relacione un rato más con quien lleva un año relacionándose cada día de lunes a viernes. Hay quien disfruta de estas convenciones sociales, y hay quien las aborrece, pero no conozco a nadie a quien no le haga ilusión recibir la cesta de Navidad, ¡a nadie!

A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, aquí las empresas no tienen la tradición de rendir honores al empleado del mes. Pero, quien más quien menos, todos hemos sido educados desde pequeños para esperar un premio cuando somos buenos chicos. La cesta de Navidad es esa medalla a un curso de lealtad corporativa. ¡Y qué alegría da! Si no fuera porque por la noche tendrías que volver al trabajo para ir a rescatar el coche, el día que recibes la cesta de Navidad volverías andando a casa, por lejos que estuviera, y pasando por las calles más abarrotadas. Con el pecho henchido de orgullo, la llevarías en volandas, levantándola al cielo como el jefe de una tribu mostraría a los dioses y a los aldeanos su primogénito recién nacido.

La carga simbólica de la cesta impregna su contenido. Todo en ella es luminiscente. Sea cesta de mimbre o caja de cartón, el lote siempre va lleno a reventar de cosas que hagan bulto, tengan cierta apariencia y, sobre todo, den peso al asunto. Esto incluye tanto los imprescindibles turrones, como manjares que nunca nadie ha comprado en una tienda y que, a veces, existen solo para formar parte de este fenómeno.

No tengo ninguna prueba, pero tampoco ninguna duda de que fue por la cesta de Navidad que se inventó el cava semiseco, una criatura con poderes de Pokémon psíquico, capaz de provocarme dolor de cabeza con solo mirarla. Su curva de consumo corre en paralelo a la del Cerebrino Mandri. Eso explica que hoy ambos estén prácticamente extintos.

Tampoco falta en el lote la lata de piña al natural, una especie de fruta que, pese a llamarse “al natural”, apenas ha visto la luz del sol. Nace en la palmera y desarrolla de forma orgánica una piel de latón, en lugar de cáscara. Su ciclo vital la lleva del árbol a un almacén, del almacén a una cesta, y luego a un armario oscuro. El dueño de ese armario, cada vez que piense en la piña natural como entrante o de postre, la comprará fresca. Así, el destino último de la especie “lata de piña al natural”, después de diez años de olvido en la estantería más alta, será la rifa del colegio.

Todos los indicios apuntan que, en toda la historia de la humanidad, se habrán abierto un total de tres unidades. Para luchar contra el desperdicio alimentario, en este caso, bastaría con triturar finamente todo el contenido de la lata junto con unas gotas de ron y un chorrito de leche de coco, pasarlo a un recipiente de plástico, congelarlo, y rasparlo con un tenedor, al día siguiente, para conseguir un postre granizado, moderadamente digno, que servir en copa.

En la cesta, la piña al natural convive, siempre, con el melocotón en almíbar. A quien no tenga por costumbre consumirlo, le recomendaría apuntarse a un club de excursionismo. El idilio del excursionismo pirenaico con las latas pequeñas de melocotón en conserva es algo extraordinario que alguien debería escribir y a mí me encantaría leer. Guardo un cuadernillo lleno de anotaciones provenientes de crónicas de alpinistas de principios de siglo pasado que dan fe de incontables desapariciones de este tipo de latas, despeñadas en barrancos. También hay constancia de noches de vapores místicos en tiendas de campaña en torno a un hornillo donde hierve un cazo con melocotones en almíbar y vino tinto llevado en cantimplora.

Yo misma recuerdo, de pequeña, escenas parecidas. Cuando salía con mi padre de excursión el fin de semana, preparábamos una bolsita de picoteo energético la noche anterior. En ella, nunca faltaban almendras tostadas, orejones, chocolate negro y melocotón en almíbar. Llegado el momento, pasado el repechón más duro, nos sentábamos en un claro. Él abría la mochila y sacaba la lata de la bolsa, con importancia. Con la navaja de padre que tienen todos los padres, le hacía un par de agujeros, por los que sorbíamos el jugo. Después, terminábamos de abrirla golpeando la navaja contra el metal con una piedra, y nos comíamos la fruta. El poder reconstituyente de este manjar no tiene parangón. El subidón repentino de azúcar nos hacía ver chiribitas. Todos mis cielos de infancia de domingo en el campo son estrellados.

Sea como sea, el lote de Navidad, contenga lo que contenga, es la plasmación física del espíritu navideño: parafernalia, ilusión, espejismo, historias, recuerdos y alegría. De esto nos alimentamos.

Leer el artículo completo