Cada cinematografía y cada época tienen sus propios perros verdes artísticos, y en la España contemporánea, por suerte, hay unos cuantos. Son directores que no se pliegan a las convenciones del mercado, de la comercialidad, de la exhibición, de las interpretaciones, del relato en sí mismo y hasta de ciertos festivales. Funcionan al margen y, conscientemente, juegan a ello sintiéndose cómodos en su condición de outsiders. En nuestro país, entre otros, habría que apuntar los nombres de Ion de Sosa, Chema García Ibarra, Julián Génisson y los Burnin’ Percebes. Lo increíble es que en Balearic se han juntado todos ellos. Una esquinada conjunción de miradas, sensibilidades, provocaciones y estilos que, sin embargo, acaba cerca del desastre. La película es inaguantable.
Experimental es lo mejor que se puede decir de Balearic. Y cierto que lo es. Porque el término vanguardista le viene grande, y tampoco está claro que pretenda serlo. La idea es romper con todos los códigos, y eso es magnífico y valiente, aunque la intención nunca llega a nada: ni en lo artístico ni en lo alborotador. Balearic podría (de hecho, debería) ser una película rabiosa y pendenciera. Sin embargo, solo es inane. Contar de qué va es imposible y además sería un insulto, pero digamos que en su primera parte juega con las reglas del terror juvenil para transgredirlas. Y en la segunda se supone que hay una reflexión sobre los conflictos de clase y la crisis de identidad generacionales. Siempre a través de un esteticismo lánguido y líquido —el agua funciona como elemento central en ambas historias—, acompañado de una música electrónica y envolvente que rodea unos diálogos de vergüenza ajena.
En la parte adolescente no se sabe bien si quieren ser paródicos, cotidianos o implacablemente críticos con los chicos, por medio de esa retahíla de conversaciones pijas repletas de “porfa”, “tía”, “o sea” y hasta algún catalanismo (“pueden [sic] haber cámaras”). Con unos cuantos “en plan” ya estaría el pescado vendido. Mientras, en la parte adulta los mayores juegan a hacerse los interesantes con una considerable pedantería. Todo ello con interpretaciones que quizá quieran esconderse en el calificativo de distanciadas, pero que únicamente son aficionadas.
Un momento de 'Balearic', de Ion de Sosa.La opinión de este crítico sobre los anteriores trabajos en formato cortometraje y largometraje de los implicados es diversa. De Sosa, tras la cámara de Balearic, es un singular director de fotografía que siempre otorga un toque especial a sus trabajos; uno de los últimos, el del muy premiado corto El cuento de una noche de verano, de María Herrera, es formidable. Sin embargo, como director de piezas que apuestan por la ruptura de los géneros (Sueñan los androides, Mamántula) es mucho más discutible. En el grupo de coguionistas, Julián Génisson fue uno de los tres cineastas al mando de la estupendamente absurda Esa sensación (2016), la historia de una mujer enamorada de una rotonda. Chema García Ibarra, el mejor de todos ellos, tiene al menos dos cortos sensacionales (El ataque de los robots de Nebulosa-5 y La disco resplandece), y un largo modélico en su liberación arbitraria de la imaginación (Espíritu sagrado). Por último, El fantástico caso del Golem, película firmada por los Burnin’ Percebes, era tan fastidiosa, aburrida y fútil como esta Balearic.
Conceptual, surreal, sin desarrollo de relato ni de personajes, y con una puesta en escena de De Sosa que huye de lo académico y de lo clásico para abrazar algo distinto, y bastante más feo, la película se apoya también en fragmentos cercanos a la videocreación, que retan al espectador con sus texturas y su esquivo simbolismo. Al menos, dura una hora y 10 minutos: no daba para más. Qué necesarias e importantes son las películas que escapan de lo común. Pero esta igual no.
Balearic
Dirección: Ion de Sosa.
Intérpretes: Elias Hwidar, Christina Rosenvinge, Lara Gallo, Lorena Iglesias.
Género: drama experimental. España, 2025.
Duración: 74 minutos.
Estreno: 12 de diciembre.

Hace 13 horas
1






English (US) ·