La primera Navidad de una pareja con hijos después de la separación suele vivirse como un pequeño terremoto emocional. De pronto, unas fechas tradicionalmente asociadas a la familia, a los rituales compartidos y a la sensación de continuidad afectiva, llegan con sillas vacías, calendarios partidos y silencios inesperados. Para muchos padres y madres, la primera reacción es de extrañeza: mirar el calendario y sentir que algo no encaja en un lugar donde antes todo estaba claro. Y es algo normal. Como explica el psicólogo Luis Miguel Real, “no es lo mismo constatar que es la primera Nochebuena sin tus hijos que pensar que es una catástrofe irreparable: una cosa es un hecho y otra, lo que te dices a ti mismo sobre ese hecho”.
“La ruptura no solo cambia la convivencia, reordena el vínculo. Cambian los roles, las rutinas y el propio sentido de pertenencia. La Navidad, además, amplifica esa sensación. Lo que antes era agotador —ruido, carreras por la casa, discusiones sobre qué ver en la televisión—, ahora se echa de menos”, prosigue Real. Y es precisamente en esta mezcla de nostalgia, desconcierto y reajuste emocional, señala el psicólogo, donde comienzan muchos de los errores más comunes.
Real explica que, aunque la tristeza es legítima, la interpretación que se hace de ella puede ser decisiva: “Una persona que se repite que esta Navidad es un desastre acaba viviendo el día desde el hundimiento”. Según añade el también autor del libro La mentira de la fuerza de voluntad (Yonki Books, 2025), ese tipo de pensamientos catastrofistas llevan con frecuencia al aislamiento, a no hacer planes y a confirmar, sin quererlo, la idea de que la situación es insoportable. “En cambio, quien lo asume como un momento temporal —doloroso, pero transitable— suele cuidarse más y mantenerse activo. No porque le duela menos, sino porque cambia la relación con ese dolor".
Aceptar el malestar no implica hundirse en él. Validar las emociones es compatible con limitar su impacto. Patricia Alonso, psicóloga infantojuvenil de Tranquilamente, recuerda que la autorregulación emocional no consiste en estar bien, sino en sostenerse y cuidarse mientras no se está bien: “Una idea que parece sencilla, pero que requiere práctica. Y también implica evitar uno de los errores más frecuentes: confundir sinceridad emocional con desahogo emocional hacia los hijos”. Frases como “estas fiestas no tienen sentido sin vosotros” o “me voy a sentir muy solo” pueden parecer honestas, incluso afectuosas, pero colocan en los menores una carga emocional que no les corresponde, según la psicóloga. “Los niños no necesitan ver a un padre o a una madre impecable, sino disponible emocionalmente”, incide Alonso. “No necesitan que el adulto no tenga tristeza; necesitan que sea capaz de sostenerla sin volcarla sobre ellos”, matiza.
Esto incluye una comunicación clara: decirles “te voy a echar de menos, pero voy a estar bien y tú también” es un mensaje infinitamente más seguro y constructivo que expresarles angustia o culpa. Los niños no deben convertirse en salvavidas emocionales de sus padres. Deben poder vivir su infancia, con sus rutinas y sus celebraciones, incluso aunque esas rutinas pasen a distribuirse en dos hogares.
Los niños no deben convertirse en salvavidas emocionales de sus padres.Richard Drury (Getty Images)A veces, el adulto teme más la reacción de su hijo que el propio niño. Pero ambos psicólogos destacan que los menores suelen adaptarse con mayor facilidad de la que imaginamos. “La mayoría de ellos no se ven afectados por pasar una Navidad con un progenitor y la siguiente con el otro. Lo que sí genera dificultades es el conflicto entre los adultos: discusiones, mensajes contradictorios, comparaciones o comentarios velados sobre quién ofrece más regalos o más diversión”, asegura Real.
“Los hijos no se sienten divididos por tener dos hogares; se sienten divididos por tener dos preocupaciones”, explica Alonso. “Su salud emocional depende menos de dónde pasan las fiestas y más de la calidad del clima familiar. La rivalidad entre progenitores, consciente o inconsciente, es mucho más dañina que cualquier calendario de custodias”, resume.
En estas fechas también es habitual caer en la tentación de “compensar” la separación ofreciendo experiencias extraordinarias, regalos desproporcionados o actividades excesivamente planificadas. “Este intento de suplir la ausencia mediante estímulos puede generar un efecto contrario”, prosigue Alonso, “los niños no necesitan la versión extra brilli-brilli de la Navidad; necesitan coherencia, tranquilidad y adultos que no estén demostrando nada”. Convertir las fiestas en una competición de quién hace más o mejor solo alimenta la inseguridad infantil.
Construir nuevas rutinas: una segunda Navidad
Cuando la Navidad no se pasa con los hijos, aparece un segundo reto: qué hacer con ese tiempo. Real aconseja no dejarlo a la improvisación: “Lo peor que se puede hacer es entrar en modo espera, dejarse caer en el sofá y dejar pasar las horas”. Una estrategia útil es crear nuevas rutinas significativas: “Cenar con amigos, hacer una actividad pendiente, estrenar un pequeño ritual propio o incluso dedicar una noche al autocuidado intencional”. Alonso propone crear lo que llama “la segunda Navidad”: una celebración alternativa que siempre ocurra cuando los hijos regresen a casa. Puede ser montar juntos el árbol, preparar su comida favorita o abrir un regalo simbólico: “Los niños lo viven con ilusión porque no compite con nada: se suma. Y tener una fecha esperada, propia, ayuda a reconstruir el sentido del hogar”.
Es natural querer hablar con los hijos cuando no están, mandarles un mensaje o hacer una videollamada. Alonso recomienda que el contacto sea breve, cariñoso y sin preguntas que generen presión: “Evitar comentarios como “¿te lo estás pasando bien?” o “¿qué estáis haciendo?”, que pueden provocar culpa o la sensación de tener que justificar su alegría. El vínculo no se reafirma controlando, sino transmitiendo seguridad”.
Ambos psicólogos coinciden en que parte del sufrimiento en estas fechas proviene de creencias muy arraigadas sobre cómo debería ser una familia o una Navidad. “Si aprendimos a interpretar la separación como un fracaso, la Navidad sin hijos se vive como una prueba de ese fracaso. Pero esas ideas no son verdades universales; son narrativas aprendidas. Y pueden cambiarse”, retoma Real. “Si aprendimos a pensar que una Navidad sin hijos es un desastre, también podemos aprender a verla como una etapa diferente, no deseada quizá, pero tampoco definitiva ni destructiva”.
La manera en que un adulto gestiona las fiestas es un espejo emocional para sus hijos. Real recuerda que los menores aprenden mucho más de cómo ven que un adulto se sostiene en los días difíciles que de cualquier discurso: “No es tu culpa sentirte mal, pero sí es tu responsabilidad decidir qué haces con ese malestar”. La pregunta, concluye Alonso, no es “¿cómo evitar que duela?”, sino “¿cómo puedo vivir esto de manera que les transmita a los hijos seguridad, amor y la certeza de que seguimos siendo familia, incluso desde dos casas?”.

Hace 15 horas
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